Para mi amigo Raimundo,
pues sin él no habría llegado
nunca a este relato.
Un vehículo se detiene a su lado justo en el momento en que el rojo invade la esquina, trata de evitar llamar la atención de la mujer al volante, pero ella parece oler su nerviosismo clavando sus ojos en la mirada nerviosa del sujeto, y luego, en el negro y deforme bulto que cuelga de su hombro. Al cambiar la luz, el automóvil se marcha raudo por la calle solitaria, el sujeto logra salir del transe que lo mantenía paralizado y camina detrás del vehículo.
¿Cómo lograré que los niños no la extrañen? Decía al descansar bajo un árbol que lo ocultaba. Miraba sus manos enrojecidas y la sangre que se secaba en ellas -tal ves debí tenerle mas paciencia, pero sus alaridos sin razón, esa manía de meterse en todo, su incesante cacarear me estaban enfermando –un perro se acerca a olfatear el bulto que yace en el suelo- sé que no debí ser tan agresivo, después de todo me acompaño durante toda mi vida, -un vehículo rompe el silencio en la otra cuadra- la conocía desde niño -recoge su carga otra ves- al diablo lo que piensen los niños, esto lo hice por mi -se pone en marcha.
Realmente era una pesada carga.
Cuando di el primer golpe y escuché ese grito de dolor solo pude enfurecerme mas aún, no debí dejar que la niña lo presenciara, se que costará mucho mantenerla callada, cuando vea que no regreso con ella “de una sola pieza”, como suele decirse, comenzará a hacer preguntas y buscará la manera de decir lo que ocurrió a todo el mundo, tengo que hacerla entender que así será mejor para todos.
A la mañana siguiente una fina capa de hielo cubría al bulto amontonado entre cajas de cartón y material de embalaje, nadie parecía percatarse de él. En su cama, dormía inquietamente un sujeto con pedazos de plástico y vidrio incrustados en sus manos, mientras en el comedor, una niña lloraba lastimosamente y en silencio frente al espacio vacío donde hasta la noche anterior, estuvo ubicado el televisor.